Aprendemos a vernos como nos ven, a valorarnos como nos valoran. Lo que escuchamos y vivimos nos forma. No vemos el mundo como es, vemos el mundo como somos. Somos víctimas de nuestras creencias, pero podemos cambiarlas... Si cambiamos las percepciones que tenemos en el subconsciente, cambiará nuestra realidad. Al reprogramar las creencias y percepciones que tenemos de cómo es la felicidad, la paz, la abundancia, podemos conquistarlas... La vida es un reflejo de la mente subconsciente, lo que nos funciona bien en la vida son esas cosas que el subconsciente te permite que funcionen, lo que requiere mucho esfuerzo son esas cosas que tu subconsciente no apoya... Deshágase de los miedos infundados y procure no inculcar creencias limitadoras en el subconsciente de sus hijos... Dr. Bruce H. Lipton. Leer texto completo en:

Arturo Aguirre: Del Enigma De La Metamorfosis

por Arturo Aguirre *

El enigma de la metamorfosis 

A Mercedes, metamorfosis de los días. 
Nosotros, siempre tan expuestos. Rainer María Rilke.

Vivir es trans-formarse. Venidos al mundo, nuestra existencia es una constante actividad que no puede detenerse ni tampoco delegarse a alguien más, porque, en sentido estricto, este existir mío es el de un ser en movimiento, el de un ser en acción, que se apropia, que se hace más apropiado a sí mismo en su forma de hacer las cosas. 

En verdad, hay actos que nos forman y otros que nos de-forman; pero, hablando formalmente desde la filosofía, lo que da lugar primario a nuestro asombro, es que el ser humano sea tan infinitamente susceptible a la transformación. 

Se comprende que la evidencia de esta actividad —de la vida humana en constante cambio de sí—, es, antes que una afirmación teorética, un irrefutable dato de la experiencia. 

Nuestra forma de ser en la vida y nuestra forma vital de hacer las cosas, ambas en correspondencia, atestiguan que en nuestra constitución radica esa extraordinaria posibilidad de mutación de la forma, de esta plasticidad que se moldea y adquiere relieves de autenticidad con las ideas, las creencias, las esperanzas y los conocimientos. 

Este fenómeno de la transformación, que en la vida cotidiana puede pasar desapercibido, es más, que puede exiliarse a la tierra de lo consabido y lo insignificante; para la filosofía es el suelo firme en donde arraiga el punto de despliegue de uno de los horizontes de reflexión más fascinantes y significativos que, desde que la filosofía vio la luz en Occidente, no se ha interrumpido. 

Así, la filosofía, entiéndase, esta filosofía como ciencia del ser humano  se ha afanado por comprender a lo largo de toda su historia, cómo es un ser que existe, que vive en la permanente formación de sí; cómo es que la vida humana es tan maleable, tan dada al cambio deliberado de esta materia extrañamente sutil que es la existencia del ser humano. 

Con la filosofía, la vida como acción y transformación se convierte en un problema. 

En realidad, no hay mayor problema para el ser humano que vivir, el problema de tener que actuar al convertirse en protagonista de su vida. 

Porque no se trata sólo de hacer, sino de hacer de nosotros mismos lo mejor posible, del bien vivir. 

Entre lo que somos y lo que podemos ser está el problema de la transformación y el problema fundamental de toda reflexión educativa. 

Y es que posiblemente seamos mejores o peores, pero cómo se entienda y cómo se ejerza en la vida de cada quien, esto nos instala ya en el orden de la libertad. 

No hay manera de evitarlo, porque somos actuamos, y porque actuamos tenemos que vivir eligiendo, no entre cosas, sino entre las mejores opciones que se nos presentan y aquellas que generamos para ser lo que esperamos, para concretar este constante anhelo de ser más nosotros mismos. 

En verdad, nos elegimos y nos desdeñamos cada vez que ejercemos nuestra libertad, cada vez que una valoración nos transforma, cada vez que abrigamos en la vida a un pensamiento; porque en última instancia somos este sistema vital de elecciones y desdenes. 

No podemos vivir sin elegir y sin ese desdén por lo que elegimos como lo no-querido. Esto es una sobreabundancia vital que no tiene ningún otro ser en la realidad; y es el problema de saber qué elegir, de comprender lo que se es y de añorar quien se quiere ser. 

La vida, como problema, no es un asunto menor, pues requiere de los mayores esfuerzos que día a día se nos presentan para darle forma. 

Esta consciencia problemática de la existencia, esta conversión vital que llevó al ser humano a reflexionar y darse cuenta de su condición antropoplástica, tuvo su origen histórico entre los helenos, por allá del siglo V antes de nuestra era. 

Ese giro contemplativo del ser humano sobre sí mismo fue un fenómeno extraño en la historia de Occidente, porque nos percatamos que el ser humano cambia desde ya, que el ser humano se altera con esa consciencia de sí, con ese saber filosófico de sí, que le desmiente de sus ambiciones y sus soberbias; y le instala en el orden de lo que con certeza puede saber: y si algo se sabe es que no se puede todo, que si la vida bien es la totalidad de nuestras acciones, ella no se completa ni se aquieta a cabalidad. 

Vivir la actualidad de una insuficiencia que nada colma, pero que pocas cosas pueden ordenar. 

Lo que ordena con autenticidad la insuficiencia del ser humano son las razones que se otorga a sí mismo, como individuo y en comunidad, para existir en el centro de gravedad de las excelencias de la vida; es decir, de la verdad, la bondad y la belleza. 

Esta gravedad de la excelencia humana no se aprende solo y no se ejerce en soledad; es un asunto grave y serio que requiere compromiso, responsabilidad y el pleno deseo vital del bien vivir que prodigan esas excelsitudes compartidas. 

Si bien es cierto que cada cual puede buscar y creer que ha encontrado en el rincón de su vida la mejor manera de estar en el mundo, lo cierto es que las más de las veces esto puede ser una liviandad, una in-gravidez de las certezas con las cuales nos movemos por el mundo. 

La filosofía se empeñó en cuestionar esto y el filósofo tuvo, desde sus orígenes, la obligación de interrogar racionalmente el sistema cotidiano de valoraciones, de creencias, de ideas y de normas que en la vida nos invitan o impelen, a todos y cada uno, a la acción para ser más con nosotros mismos y con los otros. 

Como se ve, la naturaleza humana comenzó a despertar para la filosofía una inquietud de alcances insospechados: a diferencia de todos los demás seres, en el ser humano radica, como constituyente de su forma de ser, de su naturaleza, la posibilidad de incremento, de ensanchamiento de la existencia, es decir, de generar y regenerar la vida a cada momento. 

El filósofo atinó con el enigma de la metamorfosis humana, que convirtió en el problema fundamental de una radical responsabilidad sobre la vida. 

La universalidad de la filosofía fue y sigue siendo, en este sentido, la posibilidad que se abre a todos para responder a la pregunta de cómo se ha de vivir. 

Así, hemos llegado a percatarnos que nosotros, tan ampliamente expuestos a la influencias de la vida, del mundo, de la cultura, somos una materia sutil, pero, también, somos, por consecuencia, esta fragilidad. 

La exposición de los otros nos afecta, y esa exposición, cuando adquiere las formas de vida tan reguladas por la comunidad en sus instituciones sociales y culturales puede ser un problema cuando se escapa, como en nuestros días, a la indagación y ordenación racional de cada quien en aquel asunto del bien vivir. 

La filosofía, este afán de saber, llegó a la plena consciencia de la maleabilidad y al problema de la transformación humana cuando éstas entraron por primera vez en crisis con la sofística y con una polis en decadencia, sometidas en sus educativas direcciones racionales y vitales por la amenidad del teatro y la deslumbrante parafernalia del afán de poder de la retórica. 

Lo que manifestó la naturaleza humana y lo que entendió la filosofía fue que la formación del ser humano puede ser, asimismo, una deformación sistemática por parte del aparato educativo que se desarrolla en el ambiente comunitario y en la enseñanza formal. 

En otras palabras: la acción de la existencia puede ser también la dispersión de los afanes por ser mejor, la falta de asideros vitales firmes, la ausencia de finalidades y de expectativas por las excelencias de la vida. 

Yo no sé qué opinen ustedes, pero cada vez que detenemos nuestra atención, que nos atenemos con objetividad, o con la sabiduría vital que se sazona con los días, hay algo que no deja de causar un asombro que parece nuevo, pero que es tan antiguo y presente como la filosofía misma: somos la libertad que se manifiesta con sus actos en la capacidad de transformarnos. 

Esto, que a veces puede uno olvidar cuando abre los ojos por la mañana y piensa en el trabajo, en el escondite de los zapatos que no se dejan encontrar, en la cita de la tarde; en fin, esto que casi todos olvidamos, a no ser porque lo tienen bien presente el demagogo, el publicista y charlatán educativo, esto, digo, no lo puede olvidar la filosofía cuando se aboca a la reflexión educativa en el orden fundamental del saber pedagógico. 

Quizá esta vocación filosófica, que interpela nuestra habitual manera de ser y hacer, sea lo que desde sus inicios pareció y sigue pareciendo molesto, hostigoso y dado al fastidio. 

Habrá que tener cuidado, aunque nunca temer, de aquellos que nos advierten de las trampas de la filosofía, de su carácter inservible, de sus perversiones de la razón y de sus pocos efectos en la existencia. 

Muchos de ellos, anónimos, muchos otros con nombre y apellido, han existido desde que se constituyó este oficio por buscar ser mejor humano con la razón y con el deseo desinteresado por la verdad para la vida. 

Piénsese que estas degradaciones de la transformación, es decir, la demagogia, la publicidad y la pedantería (ésta como degradación radical del magisterio) no piden razones, sólo piden asentimientos; persiguen facilitarnos esa ardua tarea de vivir, porque nos desviven, nos piden la ex-propiación, la renuncia deliberada de nuestro deseo y de nuestro desdén, por darnos y erigirnos una existencia apropiada. 

Ellas, degradaciones todas, crean militantes, consumidores y admiradores; en cambio, la filosofía pide interlocutores y crea amores, philías, en donde cada uno es más sí mismo mientras más se sabe dar con palabras de razón. 

Pero lo que nos interesa ahora es el enigma de la metamorfosis del ser humano  Y es que acontecemos en la maravilla de la transformación; esta forma en movimiento, en acción, esta maravillosa aventura de vivir en el cambio, en la que somos los gestores y pro-motores; pero que es una obra, una opera, que se da con la co-operación de los otros en el mundo que nos ha recibido: este mundo de los otros pasados, de los otros, maestros del vivir que son nuestros padres, nuestros conciudadanos, nuestros amigos y nuestros amores; este mundo del irremediable suceder del tiempo futuro de los otros. 

Somos, cada uno, seres humanos nuevos y viejos, aquí y ahora, en y con cada acto de nuestra vida, pero en ésta lo pasado se integra al presente y todo se extiende al porvenir. 

Nuevos y viejos; regenerados: en fin, que somos tiempo en la renovación de nuestros sueños y de nuestros anhelos sostenidos con libertad en la memoria de lo hecho y lo deshecho. 


Este enigma de la metamorfosis humana, devenido problema de transformación cultural educativa, es la tarea primera de la filosofía; quiere ello decir, es la tarea primera de todo saber humano, pues la filosofía es ciencia primera (con el permiso de los timoratos que confían más en los datos, las estadísticas y los rendimientos “proactivos” de la formación tecnológica; esos que han perdido o renunciado a la sutileza humana de percibir las ideas y de entender y extender su vida en el afán por la claridad del “bien vivir”). 

La vida humana es un problema, es un problema porque es la fuente de todos nuestros problemas, porque vivir es problema cuando se quiere ser distinto y más sí mismo, porque nuestra acción no está prescrita de antemano, porque nuestra vida no está hecha ni trazada por algún otro mientras se mantiene en forma. 

Así, ahora que la angustia de vivir se ha colado hasta las aulas de los críos, en el terror apocalíptico de nuestros días; ahora que los programas educativos, con todas las vertientes e “ismos” pedagógicos y científico-educativos se derrumban ante el examen más radical de todo proceso educativo, es decir, ahora que ni libertarios, ni constructivistas, ni progresistas, ni tradicionalistas, ni nadie puede sostener y orientar socialmente la vida hacia el bien y en ella hacia la felicidad de los días —finalidad de siempre en la educación—; ahora, también, que los a-sistemas filosóficos son más dados al quebranto y a la representación triste, absurda e irracional de nuestra existencia y tan dada al drama de la muerte; ahora, que el fracaso vital y el éxito profesional conviven en el rostro de los transeúntes; ahora, que perdemos la añoranza diaria por re-formarnos; ahora, también ahora, que alumnos y maestros han extraviado entre angustias de evaluaciones y calificaciones esta sensación de travesía conjunta, de navegación por los caudales de la philía en el saber, entre las mareas de la vida —viaje siempre con el peligro del naufragio y con la templanza de la continuidad de quien sí quiere—; ahora que titulamos a nuestros alumnos en la ingravidez vocacional del espanto y la cobardía de la intemperie para confrontar esta dispersión, esta barbarie de nuestro destiempo; ahora que son pocos los llamados y muchos los elegidos por la degradación de los emplazamientos del mercado y la productividad... 

Quizá, ahora, sea tiempo de reafirmar que este cercano enigma de la metamorfosis de lo que somos, fue uno de los descubrimientos más asombrosos y profundos, más claros, más hermosos y más alegres que ha podido generar el pensamiento filosófico de Occidente, en torno al ser humano y a su ser posible. 

Si esto le ha costado la cicuta a más de un filósofo —si nuestras liviandades nos permiten recordar que filosofar ha sido y es cosa de vida o muerte—, ello sería bueno recordarlo, ahora, e insisto, también ahora, que con el tiempo hemos comenzado a olvidar que vivir es transformarse, que es ya una forma distinta de ser afanarse en ser más, elegir ser mejor, ser forma en acción, y actuar con ideas. 

En fin, mantenerse en forma para la vida requiere saber mínimamente que la vida se forma, y esto sí es cosa de teoría y de philía, quiero decir, de filosofía. No sé si este saber se ajuste a los radicales cambios que ha tenido la pedagogía desde el siglo XVIII hasta esta primera decena del siglo XXI —en donde el filósofo resulta cada vez más incómodo para el desarrollo de otras disciplinas, asignaturas, técnicas y tecnologías de aprendizaje—; no sé, en verdad, si esta fascinación y entusiasmo por el cambio logra la filosofía transmitirlos con las palabras adecuadas y las ejemplaridades escasas a la comunidad humana en que se desarrolla. 

No se sabe con certeza, pues, como decía, nuestra cultura siempre ha sido escéptica y ha buscado ser aséptica también de un saber que siempre mueve a la sospecha —a las fisuras interrogativas que fracturan el monolito de lo consabido—, la sospecha de un saber que constata que no hay mayor trabajo para el ser humano que ser mejor ser humano. 

La filosofía ha sido replegada, antes más por ignorancia, ahora más por animadversión, en la ciencias educativas emergentes desde hace un siglo a la fecha, como una asignatura extravagante, pero de cierta jerarquía (maltrecha) que debe mantenerse ahí por prosapia; además de que el mundo, ahora tan estrecho él y prosaico, deja pocos rincones para hablar de cosas tan peculiares y “poéticas” como amor por el saber, como ideas e ideales, como seres humanos  íntegros que han forjado y enseñado formas de ser eminentes, héroes de la razón, ejemplos de las transformaciones hacia el bien vivir, poetas vitales, creadores y reformadores de la existencia. 

Pocas cosas sabe uno ahora con certeza; de esa certeza en que se juega la propia vida o la enajenación y deprivación, ahora que las incertidumbres se transmutan y ciñen los mantos del dobles, de la mediocridad y las degradaciones. 

Pero si algo cabe esperar de la filosofía y de aquel que se acerca y se ve transformado por ella, es que no se ha de dar tregua ni concesiones ante un mundo que reniega, pero aún acepta con recelos una que otra excelencia en acción; y esto, tengo por cierto, que es algo asombroso: el hecho de que la existencia se transforme por algo tan ligero, tan vulnerable y tan frágil, como las ideas; asombroso, por ser éstas —las ideas— como la existencia, siempre tan expuestas, tan dadas a la intemperie, en permanente acción y actualidad que se encarna en nuestros días, en la diáfana mirada del otro, en el deseo de ampliar la estrechez de este mundo de una vida en transformación y expansión; porque las ideas y el amor tienen la virtud de ser expansivos. 

¿De qué otra cosa podría venir a hablar la filosofía?

Escrito por por Arturo Aguirre

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* Este trabajo recopila algunas ideas expuestas en diferentes foros entre la primavera y el verano de 2008; en última instancia, estas líneas pueden verse como una continuidad del escrito “La piedra, el árbol y el ser humano  Homenaje a Eduardo Nicol” (en prensa, en la compilación de Ricardo Horneffer, UNAM-FFL/FCE), de manera más lejana de “Sentido, expresión y cultura” (OEI, disponible en soporte electrónico http://www.oei.es/memoriasctsi/mesa9/m09p01.pdf) y en “De la encarnación de la cultura” (en, Filosofía de la cultura, México Afínita, 2007). Lo que se ha buscado en estos ensayos, y particularmente en el que aquí se presenta, son formas de expresión cercanas a ideas generales —que conservan su carácter de comunicación oral—, y que abrevan del escrito más amplio y metódico “Paideia y expresión” (ahora en preparación) y encuentran su fundamentación más radical en el inédito El acontecer ontológico del ser de la expresión, Memoria de Tesis de Maestría, FFL-UNAM, 2003 (particularmente el último capítulo “Hermenéutica de la expresión”). El autor cree estar muy lejos de los empeños primeros de la idea, que ha volcado de una antropología cultural —más cercana a la sociología y antropología filosófica— hacia una “antropología de la barbarie” que requiere elementos de estudio más propios de la ontología fundamental del ser humano y una filosofía de la expresión (vid. “Meditaciones sobre la Barbarie”, en revista Relaciones, COLMICH No. 2 y “La barbarie o las grietas de lo porvenir” en revista Bajo palabra, UAM, Madrid, en prensa). Para dar razón de los rasgos de nuestros días, de esta dispersión y atonía de la vitalidad, hace falta más que una descripción de los acontecimientos que nos ha brindado la sociología en las últimas dos décadas; hace falta, antes que todo, retrotraerse al acontecer mismo del ser humano en su existencia, atender, pues, al fenómeno de la transformación cualitativa del ser humano y si esto ha sido posible, lo controvertido es que toda posibilidad implica la posibilidad de no haber sido y, ya siendo, dejar de ser. La probable pérdida de la capacidad humana de transformación cultural en el tiempo que vivimos, en el destiempo en que sobrevivimos, es un fenómeno sui generis en la historia de Occidente que reclama otras manera de expresar, otras categorías y la entereza de la razón para afrontar la posible última revolución del pensamiento ante el fin de la cultura y la consolidación de barbarie total.

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